martes, 11 de octubre de 2011

Deslumbrante


Caminé por tus calles nuevas recorriendo la historia, lo pasado, lo que el ayer nos dejó para recordar.

Vi como te levantabas, como caías, como te volvías a levantar. Escuché tu risa y tu llanto. Tu grito desgarrador pidiendo auxilio. Te vi crecer, te vi menguar, te vi renacer y te vi morir.

Descubrí tus tesoros y los de otros en tu seno. Encontré lo que nos legaste y lo que te llevaste para siempre.

Me enamoré de ti en tus calles en el presente, hoy ya pasado. Me enamoré de tu vida pasada, no de la que vendrá.

Caminé, vi, descubrí, encontré, me enamoré...

Y se me rompió el alma cuando me tocó despedirme de tí. Desde lo alto, en el cielo, te dije adiós.

Me deslumbraste, Roma.

domingo, 1 de mayo de 2011

Adiós, compañero


Se me hizo demasiado duro llegar anoche a casa, cerrar la puerta de mi habitación y silencio. No escucharle tras la puerta maullando, arañándola para que le dejara entrar. Y cerrar los ojos y ver ese final que no se merecía.

Crecí con él, fue mi única compañía durante muchas horas del día cuándo mi madre estaba trabajando, cuándo mi hermano se había ido ya de casa.

Fue un día recordado por toda la humanidad cuándo él llegó a casa. Fue 11 de septiembre de 2001. Recuerdo la trinchera que le hice ese día con libros y enciclopedias para que no se escapara por la habitación. Recuerdo que le elegí en la tienda porque era él que estaba mordiendo a todos los otros gatitos, bueno, debería decir la que estaba mordiendo, porque llegó a mi casa siendo gata, o eso me dijo el señor de la tienda, y era Amaia.

Aquella primera noche ya no podía pegar un ojo, no paraba de moverse dentro de su bunquer privado. Al final tuvo un hueco en el baño dónde estuvo su lugar durante toda su estancia en este lugar, dónde sin duda fue querido. Y digo querido porque ya con unas semanas aquí vimos que había cosas que no encajaban para que fuese ella, y pasó a ser Van Gogh.

Llegó el invierno y se encendieron los radiadores y él encontró en el del salón una cama confortable y cálida, demasiado, puesto que se quemó la oreja y ni se enteró. Su seña de identidad. ¡Tenía identidad propia! Sin duda siempre la tuvo, siempre fue único, inteligente y me perdonó todo lo que le hice, todas las picardías, cada una de ellas, siempre me esperaba para ir al baño, para venir a mi habitación cuándo llegaba por la noche, para que le acariciara cuándo llegaba a casa por la tarde.

Recuedo que fuiste la estrella de tú propia película en blanco y negro, con aquella cámara que me habían regalado en la comunión. Recuerdo que fuiste un cachorro, aunque no te recuerdo como cachorro. Recuerdo tu ronroneo. Te recuerdo mucho, y es que te acabas de ir pero se me hace imposible creer eso.

Las ideas se me van y se me vienen, estoy llorando, y sí, era un gato, pero fue mi compañero, mi único compañero durante muchos años en los que no había nadie más. Fue mi 'pitoyete salvaye'. Fue mi único amigo cuándo estaba solo. Fue compañía para todos, el despertador de mi madre, el mio propio. Fue muy hermoso, fue tan único que no puedo ni podré olvidarle.

Y duele, no puedo expresar cuánto duele.

Y es que no se mereció ese triste final. Sea cual fuera la razón de por la que llegó a ese final, no se lo merecía. No estaba en él ya cuándo le dije adiós, o eso quiero creer, pero espero que no estuviera ya, porque no se merecía eso.

Quizá en otro momento pueda escribir algo sobre ti, Van Gogh, con más sentido, pero esto ahora es lo único que puedo hacer, lo único que me llega en estos momentos.

Me faltó tanto tu ruido esta noche y, lo mas triste de todo, es que será ya para todas las noches que me quedan. Te voy a extrañar muchísimo.

Donde sea que estés, cuida de Rouse, cuida de Freddy y de ti. Espero volver a verte algún día, sea dónde sea.

11.09.01 - 30.04.11

martes, 5 de abril de 2011

Palabras

Ver escrito con palabras algo que te atraviesa el alma, que te hunde, que te parte los esquemas en mil pedazos, que te hace llorar, que te recuerda lo poco que eres, que te dice a gritos lo malo que es el mundo y que tu vives en ese mundo...

Ver escrito con palabras algo que crea dolor es... algo que no se puede describir con palabras.

viernes, 4 de febrero de 2011

Soñé, sueño, soñaré.


Fue hace mucho, mucho tiempo, cuándo el mundo no era mundo, cuándo el aire era arena, cuándo el tiempo no existía, cuándo el cielo era el suelo, cuándo las estrellas no eran más que niños con sus madres, cuándo el agua era hielo y el hielo era la nada.

Todo esto ocurrió cuándo nada existía, cuándo existir era ser nada, cuándo obligarse a ver era cerrar los ojos, y la oscuridad era una gran luz.

Es una historia lejana, es una historia de retrocesos, de retornos al punto de partida.

Es una leyenda que no existió, pero es una leyenda vieja, tan vieja como lo que nunca sucedió. Tan anciana como la vida, mucho más.

Es la historia de un sueño, un sueño viejo, tan viejo como la leyenda vieja, como el tiempo, mucho más aun.

Es un sueño que soñaba con ser un sueño cumplido pero que jamás se cumplirá porque, si así sucediese, ese sueño estaría realizado y no habría nada por lo que soñar.

martes, 1 de febrero de 2011

Directo al cielo


Atrás quedaba el cementerio. Atrás quedaba mi vida. Los pasos me llevaban sin que yo les diera la orden lejos, muy lejos, a refugiarme junto con mi dolor. Un dolor que no existía, una pena que intentaba aparentar, ya había perdido todos mis sentimientos. Quería sentir dolor por todos los que lloraban junto a la tumba, quería sentir pena por no poder consolarlos ni retirar de sus caras las lágrimas que cubrían su rostro.

Mis pasos seguían alejándome de allí pero, en mi mente, el recuerdo lo era todo. No sabía mi destino, no sabía si mis piernas dejarían de moverse alguna vez. No importaba. No tenía ninguna duda de que me llevarían al lugar correcto, a donde tenía que estar en ese momento, a un lugar oportuno para mí.

Fueron muchas horas, quizá días o meses lo que tardé en llegar a un lugar despejado, sin nubes, sin paredes, sin suelo y sin cielo. No se cuánto tardé, pero estaba allí, en el lugar elegido, el lugar correcto. Quizá fui directo al cielo. Quizá al infierno. O a algún lugar intermedio. O a una nada que no existía, de la que nadie había hablado jamás, a un lugar que, realmente, no existía, que solo era cosa de mi mente. Pero allí estaba, en aquel extraño y desconocido lugar pero muy tranquilo. En mi mente solo quedaban pequeñas motas de polvo de lo que había ocurrido antes de empezar a andar. La gente, mi gente, junto a aquel hueco abierto en tierra, mi tumba. Sus ojos empañados por aquellas tristes lágrimas, lágrimas por mí. Aquellos besos y abrazos que jamás me darían, mis besos y mis abrazos. Y es que me fui sin decir adiós, sin despedirme, de la forma más pobre en la que se puede ir una persona. Me fui por la puerta de atrás, me fue dando un mal paso y con una mala decisión. Me fui desde la altura al agua y, en unos instantes, al no respirar, al no ver, al no llegar a la superficie, al llorar por mis errores sumergidos en mi cárcel de agua. Lloré por que me equivoqué, porque yo era fuerte y había saltado a mi propia muerte. Lloré hasta que no me quedaron más lágrimas, hasta que mis ojos no pesaban, hasta que mis ojos no necesitaban ver ni mis pulmones tener aire dentro de ellos. Y entonces volé.

Vi demasiadas cosas en vida. Y ahora no vería más. En este lugar no tenía manera de saber nada sobre lo que dejé atrás. Aquí estaba solo. Quizá fui directo al cielo, pero un cielo sin mi propia vida, no es un cielo digno de ser vivido, un cielo sin las vidas que formaban la mía propia, no es un lugar digno para nada ni nadie. Lo supe en ese momento: no había mejor cielo, que el que había dejado con un paso hacia el vació. El mejor cielo, mi cielo, era el que dejé junto a mi tumba. Mi cielo era la vida. Y ahora la había perdido.