viernes, 27 de febrero de 2009

Tras las rejas

Los pasos sonaban por los pasillos, ecos de vida en libertad; mientras tanto yo seguía solo, en la misma postura que hace una hora, en mi húmeda celda, preso, muerto en soledad, ausente de vida.

Hacía tiempo que la luz del sol era algo muy distante para mí, casi un recuerdo, borroso, al final de un túnel que, poco a poco, se iba desvaneciendo. Tan solo la fría luz blanca de los pasillos hacía crecer a mi sombra en las horas en ese cubículo. Y el frió aire, viciado, arrancándome jirones de piel, amargando las últimas horas de otro día (u otra noche).

Temía que llegara la hora de volver a caminar por esos fríos pasillos, que hacían retumbar cada uno de mis pasos hacía el día final, aun lejano, pero avanzando a grandes pasos hacía mí.

Las mantas, en la cama, arañaban mi piel, secas, llenas de olores, malos recuerdos. Cada minuto allí retrocedía otro en mi reloj del tiempo. Todo pasaba lento aunque en un maratón hacía mi último suspiro.

Los barrotes eran mi única visita, siempre allí, a mi lado, sin hablar. Caminaban conmigo, troceaban mi sombra, la partían, al igual que lo hacían con mi existencia. Mis peores temores, ellos, amigos y enemigos, siempre estaban en mis pesadillas, cada una de las noches que llevaba allí y lo estarían todos los que me quedaban.

El eco de los pasos ya es distante. Tengo sueño. Ojala no despierte y llegue, de una vez, a mis alegres Puertos Grises.

miércoles, 18 de febrero de 2009

En el salón de baile

Cada día pesaba más que el anterior. Las horas retrocedían, se borraban, no dejaban espacio alguno para el futuro. En un instante lo comprendí: no hay mañana.

En el salón de baile tan solo danzaba yo, no había quien jugara con la música, dibujando constantemente círculos con sus pies. La oscuridad anegó la esperanza y la música cesó.

La recepción estaba vacía, ausente. Solamente mi mirada admiraba aquella eterna soledad, la belleza que detrás de ella se esconde, los suspiros que gritaban vida, se perdían en mis solitarios oídos.

Cada día más eterno, cada baile mas oscuro, cada multitud con menos almas. No hay nadie en el mundo, en el universo, en la vida. No hay nadie. La luz se apaga, la eternidad espera, tan solo para mi. Un futuro que no llega y que tan solo yo pueda decidir, que tan solo yo se como será mañana, y pasado, y el siguiente mes; pero siempre retrocediendo hacia atrás.

La vida ya es ayer. La luz se apaga y sigo solo en este gran salón de baile.

miércoles, 11 de febrero de 2009

Fresas, champán y drogas con nata


La noche estaba empezando a levantarme dolor de cabeza. Estaba seguro que las burbujas iban a estar presentes mañana al despertar, o quizá las tres pastillas que las acompañaron. Me iban a dar un mal día.

Las luces del local hace tiempo que estaban apagadas, pero yo aun veía los focos cegándome y sentía cada uno de las vibraciones del altavoz con su músicas mezcladas de década en década. El suelo no paraba de agitarme en una espiral de recuerdos inventados y un futuro ya pasado.

Después de 5 horas sin parar, de un lugar para otro, hablando con cada uno de los invitados, no veía por ningún lado la manera de escapar para poder quitarme el cinturón, que se había convertido en una serpiente demasiado cara que me abrazaba mortalmente el alma. Y además estaba la maldita habitación que no paraba de girar. Esto acabaría volviéndome loco si no me acostaba, me daba igual despertar o no, pero necesitaba descansar y apartarme de este bullicio de gente sin vida que no paraba de bailar y conspirar sobre un futuro demasiado lejano.

Mis pies no cesaban de pedir clemencia y un descanso prolongado, pero mis zapatos no paraban de moverse de un lugar para otro, ocupándome de sí aun quedaba champán entre hielos. Esto se iba a alargar demasiado y yo necesitaba que terminara. No podía escapar. No podía aguantar ni un segundo más.

De repente todo se nubló. Noté como mis pies se separaban del suelo y mi cabeza golpeaba contra el sucio suelo. Ya todo me daba igual. Por fin un segundo de relax, me daba igual no levantarme en una eternidad.

Y así fue, con un dulce sabor de fresas y natas me escapé a un descanso eterno, rodeado de un inmenso ruido, compartido con el silencio, del que no podría escapar jamás. Aun así, me apetecía otra copita de champán.

martes, 10 de febrero de 2009

Sin palabras

Durante dos décadas no he dejado de pensar en un solo instante en cuántas palabras sería capaz de decir para descibrir mi vida, cada momento, cada instante, cada minuto, cada segundo.

Hace mucho que perdí la cuenta de cuantas son las palabras dichas para defenderla, ya no hay motivos para contar algo que está más que explicado. Es mía, sólo mía.

Cada palabra dicha sigue sonando dentro de mí con un eterno eco, sordo, impasible, que llena cada espacio. Que bueno es el recuerdo cuándo lo malo del pasado lo has borrado, pero que duro es recordar cada momento que te hizo fracasar. Sin palabras, no soy capaz de explicar esa situación. No quiero recordar. No puedo. Lo he olvidado. Soy feliz.

Al sur de la Rosa de los Vientos


Trágicamente se me escapó el velo de entre los ojos y un sol cegador me llamó a la desorientación durante unos interminables segundos.

La distancia dejo de tener sentido. Los charcos no fueron mas que gotas de rocío sobre el suelo; las nubes restos de humo de un cigarro mal apagado. Las lágrimas en mi rostro simplemente se transformó en maquillaje. La tentación cambió de significado y se convirtió en lo prohibido.

Solamente las manos del sur fueron las únicas, aunque frías y lejanas, que se tendieron ante mí para levantarme del lodo. El camino se había desdibujado y ellas me supieron guiar al lugar correcto y recobrar el sentido después de ser cegado.

Entonces, descubrí el verdadero sentido de lo que veía.

Tenía todo cuánto podía pedir. Amor escondido en la guantera. Varios ases guardados en la manga. Un futuro incierto pero seguro. Todo estaba allí, y yo siempre tan ciego, tan testarudo, tan ocecado a mirar hacia otro lado. Siempre un fiel creyente de desear lo que no podía ni debía tener.

Las frías manos estaban allí, acariciándome el alma, lejanas, aunque esa distancia careciera de sentido para mí en aquella situación.

El barro se secó en mis pantalones, después de que me ayudara a levantarme de aquella triste ciénaga en la que caí por gusto. Cada pensamiento cobraba sentido por sí solo. Todo era irreconocible cuándo, al fin, me paré a mirar todo de lo que me había rodeado. Yo no conocía nada de aquel infierno del que me había rodeado, pensando que era un paraíso perdido y, lo único que estaba perdido, era yo mismo.

La Rosa de los Vientos me acarició. Me calmó y me durmió sobre su pecho helado, distante. La realidad estaba entre sus manos meciendo mi pelo, con tanto cariño que jamás me quería despertar y dejar atrás esa estampa que, después de tanto tiempo, era mi único momento feliz. No podía permitir sentir mas miedo e inseguridad. Estaba tan perdido en mí mismo.

Una voz bella me habló, con acento, a los oídos: Tú puedes caminar de nuevo.

Tambaleándome, conseguí ponerme de nuevo en pie. Yo solo lo había logrado. Esa rara sensación de estar en horizontal me llenaba de inseguridad y miedo, pero también de ganas de continuar. De seguir hacía mi horizonte que, después de muchos años nublado, volvía a lucir en un crepúsculo perpetuo para mí.

La noche amanecía. Mi vida empezaba de nuevo, donde la había dejado.

Tendría que luchar, estaba claro; pero todas esas palabras con el aroma de su aliento me hicieron recobrar el sentido y luchar por lo que, por mí culpa, había perdido.

Han pasado más de tres vidas desde que todo esto ocurrió. Hoy en día se vivir. No miro hacía otro lado, simplemente de cara a mi destino en cada segundo de mi vida inmortal que, en cualquier momento, se puede marchitar. Pero no tengo miedo. Ella me guía, al sur de mi vida, hacía donde realmente es mas valioso mirar: mi vida.

Hoy soy capaz de decir que estoy vivo. Y todo es gracias a mi Rosa de los Vientos.

jueves, 5 de febrero de 2009

El paseo de las sombras

La niebla ascendía del río en esta madrugada. El frío era insoportable, se colaba por cualquier hueco, entre los botones de mi abrigo, por las mangas, por las heridas abiertas de mi pecho, directo a mi corazón.

Las farolas daban a luz a sombras de mis miedos de ayer y, a lo lejos, la sombra del gran astro, que hace tanto que se apagó, que no distingo día y noche.

El humo de la naturaleza recorría todo el camino, las sombras me perseguían al doble de mi veloz lentitud. No veo más allá de mi nariz, no tengo donde ir, ¿qué me importa?

Los látigos de malos momentos han abierto miles de heridas por todo mi cuerpo, no lo soporto más, grito en silencio, nadie escucha. No veo ningún motivo para gastar mi último susurro de voz en un grito de puro dolor.

Las sombras que antes acariciaban, ahora se han convertido en asesinos a sueldo, sus puñaladas me ahogan, no puedo respirar. Y a mi alrededor esa maldita niebla no me deja de atormentar.

Quiero gritar, pero no hay nadie. No puedo permitírmelo.

A lo lejos sigue la sombra del gran astro. No se si estoy ciego o prefiero no ver. No hay salidas, ni tampoco las quiero buscar.

En este paseo de sombras no me queda más que caminar al encuentro de mi dulce muerte sin sabor, mi destierro de los caminantes, unirme a la oscuridad del mundo.

Sigue la niebla, pero yo ya no estoy. Simplemente soy una sombra más.