jueves, 24 de noviembre de 2016

Una sala de estar vacía

Siempre me encuentro en alguna sala de estar. Da igual como sean. Grandes, pequeñas, luminosas, sombrías, con muchas plantas, sin apenas decoración, lujosas, sencillas... da igual, siempre estoy. 
Soy de esas personas a las que les gustan las visitas. Y soy una de esas personas a las que les gusta y necesitan estar cuando alguien lo necesita. Solo es llamarme y estoy. Unas veces para ir al cine, otras para tomar un café y otras, en malos momentos, para visitar esa sala de estar que necesita compañía. Siempre estoy cuando se me llama. 
Ahora, en medio de mi sala de estar hay un ataúd. Un velatorio improvisado. Y en esa sala de estar solo estoy yo. 
Cuando pensaba en las visitas me imaginaba que la gente seria recíproca, que sabria recordad. Pero que fácilmente olvidé que recordar es un don de prioridades. Se recuerda lo que se necesita para sobrevivir, y mucha gente solo necesita para sobrevivir a si mismas. Entonces, dentro de esa ecuación, desaparece el recordar. Saben llamar para pedir auxilio, para recibir una visita de consuelo o apoyo, pero se les olvida cómo responder, como llamar a una llamada perdida. 
Pues bien, aquí me tenéis, en mi sala de estar, en mi bonito ataúd nuevo, gritando, encerrado en él. 
Nadie escucha, nadie quiere responder. Y eso que no soy de los que gritan en silencio.