viernes, 4 de febrero de 2011

Soñé, sueño, soñaré.


Fue hace mucho, mucho tiempo, cuándo el mundo no era mundo, cuándo el aire era arena, cuándo el tiempo no existía, cuándo el cielo era el suelo, cuándo las estrellas no eran más que niños con sus madres, cuándo el agua era hielo y el hielo era la nada.

Todo esto ocurrió cuándo nada existía, cuándo existir era ser nada, cuándo obligarse a ver era cerrar los ojos, y la oscuridad era una gran luz.

Es una historia lejana, es una historia de retrocesos, de retornos al punto de partida.

Es una leyenda que no existió, pero es una leyenda vieja, tan vieja como lo que nunca sucedió. Tan anciana como la vida, mucho más.

Es la historia de un sueño, un sueño viejo, tan viejo como la leyenda vieja, como el tiempo, mucho más aun.

Es un sueño que soñaba con ser un sueño cumplido pero que jamás se cumplirá porque, si así sucediese, ese sueño estaría realizado y no habría nada por lo que soñar.

martes, 1 de febrero de 2011

Directo al cielo


Atrás quedaba el cementerio. Atrás quedaba mi vida. Los pasos me llevaban sin que yo les diera la orden lejos, muy lejos, a refugiarme junto con mi dolor. Un dolor que no existía, una pena que intentaba aparentar, ya había perdido todos mis sentimientos. Quería sentir dolor por todos los que lloraban junto a la tumba, quería sentir pena por no poder consolarlos ni retirar de sus caras las lágrimas que cubrían su rostro.

Mis pasos seguían alejándome de allí pero, en mi mente, el recuerdo lo era todo. No sabía mi destino, no sabía si mis piernas dejarían de moverse alguna vez. No importaba. No tenía ninguna duda de que me llevarían al lugar correcto, a donde tenía que estar en ese momento, a un lugar oportuno para mí.

Fueron muchas horas, quizá días o meses lo que tardé en llegar a un lugar despejado, sin nubes, sin paredes, sin suelo y sin cielo. No se cuánto tardé, pero estaba allí, en el lugar elegido, el lugar correcto. Quizá fui directo al cielo. Quizá al infierno. O a algún lugar intermedio. O a una nada que no existía, de la que nadie había hablado jamás, a un lugar que, realmente, no existía, que solo era cosa de mi mente. Pero allí estaba, en aquel extraño y desconocido lugar pero muy tranquilo. En mi mente solo quedaban pequeñas motas de polvo de lo que había ocurrido antes de empezar a andar. La gente, mi gente, junto a aquel hueco abierto en tierra, mi tumba. Sus ojos empañados por aquellas tristes lágrimas, lágrimas por mí. Aquellos besos y abrazos que jamás me darían, mis besos y mis abrazos. Y es que me fui sin decir adiós, sin despedirme, de la forma más pobre en la que se puede ir una persona. Me fui por la puerta de atrás, me fue dando un mal paso y con una mala decisión. Me fui desde la altura al agua y, en unos instantes, al no respirar, al no ver, al no llegar a la superficie, al llorar por mis errores sumergidos en mi cárcel de agua. Lloré por que me equivoqué, porque yo era fuerte y había saltado a mi propia muerte. Lloré hasta que no me quedaron más lágrimas, hasta que mis ojos no pesaban, hasta que mis ojos no necesitaban ver ni mis pulmones tener aire dentro de ellos. Y entonces volé.

Vi demasiadas cosas en vida. Y ahora no vería más. En este lugar no tenía manera de saber nada sobre lo que dejé atrás. Aquí estaba solo. Quizá fui directo al cielo, pero un cielo sin mi propia vida, no es un cielo digno de ser vivido, un cielo sin las vidas que formaban la mía propia, no es un lugar digno para nada ni nadie. Lo supe en ese momento: no había mejor cielo, que el que había dejado con un paso hacia el vació. El mejor cielo, mi cielo, era el que dejé junto a mi tumba. Mi cielo era la vida. Y ahora la había perdido.