martes, 3 de marzo de 2009

Secuelas de la perdición


No puedo callarme puesto que mis palabras se han secado de tanto usarlas. No puedo continuar puesto que mis pies yacen bajo estos cimientos anclados a las raíces de los árboles que crecieron de la vida que dejaron los recuerdos del ayer. No se donde estoy, creo que perdí mi rumbo y ahora tan solo me queda vagar por este mundo lleno de desilusiones que se mecen junto con el balanceo del ligero movimiento de las agujas de cualquier reloj situado en lo alto de una torre o de cualquier pared en un salón en el que los días pasan como si fuesen las olas rozando la arena que se pierde con ellas mismas en el mar.

Sentado en una silla en el más oscuro ángulo que encontré en esta casa veo como se cierran los cajones en los que un día no muy lejano guardaba, junto con un pañuelo confesor de todas las lágrimas derramadas, tus fotos. En ellas se delataban tus facciones más evidentes y también las más ocultas. Debajo de esas fotos ocultaba una pequeña caja de madera, cubierta de las huellas de las manos que trabajaron en su propio futuro; en ella no guardaba nada, fue en donde reposó una alianza que regalé a la inspiración de una sonrisa atrayente.

Mientras la humedad se notaba en el ambiente de esa casa en la que visualizaba con cierto temor esos recuerdos, seguía esperando algo que no se ni lo que era. Aun continuaba con la esperanza de encontrar en cualquier lugar un alma que reposara junto a mí en esa esquina compañera de la oscuridad. Sin genero ni nombre, sin ninguna cara que resuelva el enigma, ni tan solo una pista que me guiara a saber lo que esperaba con tantas ansias que con imaginarlo hacía que me comiera el mundo desde aquella vieja casa situada en la lejanía de la muchedumbre que guardan la incógnita de el lugar donde viven.

A veces pienso que nada es cierto, que todo esto que viví fue algo que me pasó en sueños; pero todo pierde la cordura al abrir mi mano y observar que sobre ella guardo algo que consume la mentira de denominarlo un sueño. Sobre mis dedos se muestran las yagas de mi propia crucifixión.

Nunca pude negar que sufrí, jamás pude afirmar que no fui feliz. Mi única conclusión es que el amor no existe, que todo se basa en los estados de ánimos en los que se muestren nuestros cuerpos en el momento en el que un tierno beso cierra las puertas para inundarse en el consuelo de no pasar el resto de nuestras vidas solos. Cuanto más se alarga la espera de la hora del cierre definitivo de nuestros ojos, más poderosos se vuelven los daños que surgen con los sentimientos que todos anhelan. Fin del universo, fin de tus labios, fin de tus huellas dactilares que reposan sobre cada uno de mis dedos. La vida sigue y yo elijo una vida retirada para recuperarme de mis secuelas, fruto de mi viaje a la perdición en la que pasé mis últimos días en los que mis párpados aun seguían continuamente abiertos a soñar.


15-3-2005

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