viernes, 27 de febrero de 2009

Tras las rejas

Los pasos sonaban por los pasillos, ecos de vida en libertad; mientras tanto yo seguía solo, en la misma postura que hace una hora, en mi húmeda celda, preso, muerto en soledad, ausente de vida.

Hacía tiempo que la luz del sol era algo muy distante para mí, casi un recuerdo, borroso, al final de un túnel que, poco a poco, se iba desvaneciendo. Tan solo la fría luz blanca de los pasillos hacía crecer a mi sombra en las horas en ese cubículo. Y el frió aire, viciado, arrancándome jirones de piel, amargando las últimas horas de otro día (u otra noche).

Temía que llegara la hora de volver a caminar por esos fríos pasillos, que hacían retumbar cada uno de mis pasos hacía el día final, aun lejano, pero avanzando a grandes pasos hacía mí.

Las mantas, en la cama, arañaban mi piel, secas, llenas de olores, malos recuerdos. Cada minuto allí retrocedía otro en mi reloj del tiempo. Todo pasaba lento aunque en un maratón hacía mi último suspiro.

Los barrotes eran mi única visita, siempre allí, a mi lado, sin hablar. Caminaban conmigo, troceaban mi sombra, la partían, al igual que lo hacían con mi existencia. Mis peores temores, ellos, amigos y enemigos, siempre estaban en mis pesadillas, cada una de las noches que llevaba allí y lo estarían todos los que me quedaban.

El eco de los pasos ya es distante. Tengo sueño. Ojala no despierte y llegue, de una vez, a mis alegres Puertos Grises.

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